sábado, 27 de octubre de 2012

Las limitaciones del perdón.

Juan José Lopera Sánchez.

Bert Hellinger ha sido tajante en su afirmación: El perdón es un intento que hace la víctima de colocarse en una posición de superioridad ante le perpetrador.

En mis seminarios he encontrado a muchas personas con dolores profundos que relatan haber intentado genuinamente perdonar, de muchas maneras, aún con talleres de perdón y largos trabajos psicoterapéuticos, y no lo h
an conseguido. Aquí aparece una bella paradoja… Los que más aman son los que más difícilmente perdonan. (atención, no escribo: los que más han amado) ¿Por qué? El amor les impide entrar en ese juego sistémico de superioridades que menciona Hellinger.

La esencia aparente de la necesidad de perdonar es la sensación de deuda contraída. Aparentemente, el otro, me ha hecho daño y desde allí, siento que me debe algo. La deuda comienza a carcomer por dentro y se convierte en resentimiento, en reclamo, en una sensación vaga que invade lentamente muchos espacios del ser y nos salpica la piel emocional de núcleos de amargura. Una forma curiosa de varicela… Si el dolor es lo suficientemente profundo, si la identificación y la justificación de la deuda es lo suficientemente grande, si las heridas superficiales se infectan y a través de la sangre que todo lo vincula en el cuerpo se progapa, el resentimiento se convierte en una deuda con la vida y entramos en el territorio de los sinsentidos, de los ¿por qué a mi…?

Nada de eso nos sirve más que para aprender que en el fondo somos iguales. Que el acto perpetrado por otro, humano, es un acto espejo y que aquello que la vida nos exige a través del dolor es, en esencia, el reconocimiento de nuestra humanidad compartida, de nuestra corresponsabilidad en la construcción de un mundo con órdenes desordenados como el que hemos construido… desde nuestras buenas intenciones, desde nuestra inconsciencia, desde nuestra humilde necesidad de aprender con aquello que la vida nos devuelve.

América latina fue sometida con la culpa, con la ancestral degradación de la dignidad y el peso sistémico de ser considerados sus habitantes originales como seres carentes de alma, paganos practicantes de idolatrías conducentes al pecado mortal, a los infiernos post mortem vestigios todos de una cultura muy cercana aún a la Sagrada Inquisición. Colombia, a su manera, es una sociedad en la que la culpa, el señalamiento, la orientación hacia el castigo son enormes. Una buena parte del castigo implica un movimiento inconsciente, desesperado, por ocultar mi propia implicación sistémica, mi propia participación en la cadena de los hechos y la necesidad del escarnio público, ejemplar y simbólico, un intento de reafirmar que “el mal” está allí, afuera, en otros y que mi probidad me confiere el derecho de señalarlo, de proscribirlo, de castigarlo y de pretender que así, la deuda queda saldada.

Pues no. La deuda es un llamado al aprendizaje, a la comprensión profunda, a la compasión. La Compasión, el sentir con el otro (idéntica en sus raíces, aunque latina, a la palabra Empatía que, en griego, significa exactamente lo mismo), es, fundamentalmente, un llamado a reconocer que somos más semejantes de lo que en apariencia pudiera pensarse. Por eso, la deuda siempre duele más al que cree que le deben. Por eso, en mis seminarios, la necesidad de perdón se fragmenta en lágrimas que caen como esquirlas de un fino cristal roto de improviso por la piedra de la comprensión cuando el lastimado, frente al supuesto responsable le dice desde el fondo de su corazón: No puedo perdonarte porque te amo profundamente. Comprendo que somos iguales, que ambos nos equivocamos, que otras veces yo he actuado de igual manera sin poder evitarlo. Me comprometo a aprender y a permitir que aprendamos juntos. Gracias por mostrármelo!

Y en la gratitud y la comprensión sucede algo mágico que el perdón no consigue: Que podamos mirarnos de nuevo a los ojos y sentirnos, en el otro, realmente, más completos.

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