jueves, 15 de septiembre de 2011

El servicio centrado en el cliente.


Primeros pasos en desarrollo organizacional.

En octubre del año 1983 yo tenía 19 años (foto de la época), acababa de terminar el bloque teórico de Semiología Médica y me preparaba para ir por primera vez, como cachorro de terapeuta, al hospital universitario. Ya estaba preparado para auscultar un corazón, observar un fondo de ojo o tomar la presión arterial. Había sacado excelentes notas en el examen teórico y me sentía muy orgulloso por ello.

Nervioso y excitado como todos mis compañeros, repasaba obsesivamente las notas de clase y practicaba con ellos los procedimientos diagnósticos aprendidos pero me había olvidado de lo más importante, de la razón de ser de la excelencia en las maniobras diagnósticas: ¡la persona, el paciente! y ni siquiera me daba cuenta de ello (mis compañeros tampoco…).

En ese primer contacto experimenté uno de los shocks más grandes de mi formación. De repente, me encontré con una persona enferma, asustada, cansada de su posición, de la comida, del aislamiento, impotente ante la falta de explicaciones y la sensación de no estar implicado en su propio proceso de curación… y, ¡No sabía qué decirle!

Tamaña frustración: En ese momento, no me servía para nada el conocimiento teórico de las maniobras diagnósticas. No me servía ni para esconder mi ignorancia de la interacción humana, mi sensación de pánico, de insuficiencia…

Me puse muy nervioso; con dedos fríos, húmedos y temblorosos intenté encontrar un débil pulso que huía de mis pulpejos. Acerqué el estetoscopio y no me dí cuenta de que lo tenía en la posición de escucha bloqueada y… no oía nada. Al final, impacientes y frustrados ambos, paciente y yo, nos despedimos tímidamente quedando en el aire una sensación de profunda impotencia compartida.

Estaba muy conmovido y cuestionado (cuestionar y cuestionarme han sido deportes favoritos durante mi vida). Reconocí que en la ecuación de la relación Médico-Paciente, yo, el médico, era el responsable del cambio y llegué a la facultad pidiendo cita inmediata con el decano. Tardó unos días. Mientras tanto, aproveché mi uniforme y tarjeta de identificación y volví, en mi tiempo libre, al hospital y me puse a conversar con el mismo paciente que intenté examinar sin éxito…

Fue una conversación deliciosa. Me habló de su familia, de sus temores, de sus preguntas frente a su enfermedad, de cosas que no funcionaban en el servicio hospitalario y que las enfermeras no notaban… Yo le abrí mi humanidad también y le conté de la motivación fundamental que me animaba y, en fin, ¡creamos un vínculo! y me permitió, encantado, practicar de nuevo el examen clínico, consciente de su contribución directa a la formación de un nuevo médico que ayudaría a otros. Ya no me temblaban los dedos.

Cuando llegué donde el decano le conté la historia y le dije: Necesitamos una aproximación humana al paciente antes de tener la cabeza demasiado ocupada con los conocimientos técnicos. Necesitamos reconocer que es una persona humana. Él recibió con gusto la idea pero, lo que yo no esperaba fue que a renglón seguido me dijera: Juan José, encárguese usted de armar y dirigir ese programa, la universidad no puede pagar a alguien externo, además, usted tuvo la idea…

Seis meses más tarde yo recibía una vez por semana en un salón del hospital a los alumnos de tercer semestre que hacían el programa de Aproximación humana al paciente. Allí les daba una charla introductoria que cubría aspectos vitales en la comunicación y la construcción de empatía y en el reconocimiento de las condiciones que hacían del paciente hospitalizado, una persona particularmente sensible y necesitada de atención. Luego ellos partían y estaban una hora con los pacientes asignados en entrevista individual. Regresaban y poníamos en común experiencias, vivencias, inquietudes y aprendizajes.

Unos meses más tarde, en una conversación espontánea, la enfermera jefe del servicio en el que realizábamos el programa me decía: Sabes Juan José, desde que los estudiantes van a hablar con los pacientes así, a nosotras se nos ha disminuido una buena parte del trabajo que era generado por la ansiedad de los pacientes. Se quejan menos, entienden más fácilmente que algunas cosas requieren tiempo y, nos tratan mejor. Las enfermeras de mi equipo están más relajadas y es más eficiente el uso de su tiempo. Realmente yo no esperaba que esto fuera a suceder.

Yo tampoco lo esperaba… las acciones simples realizadas en puntos sensibles y estratégicos (puntos de palanca, punto de Arquímedes), pueden transformar un sistema en muy corto tiempo y generar inesperados beneficios…

En ese ejercicio de adolescente idealista estaba la semilla de mi vocación profesional actual y la certeza de los enormes beneficios de las acciones que en las organizaciones, integran las necesidades humanas con las técnicas.

Juan José Lopera, 2011.